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Asesoría Filosófica (2/3)

Asesoría filosófica– ¿Quién soy yo? Es decir, acabar de cuajar una identidad sólida como mínimo en sus dimensiones social, laboral, personal, amorosa y sexual.

 

– ¿Qué es el mundo? Es decir, ordenar una cosmovisión válida, coherente y sin contradicciones.

 

– ¿Qué puedo hacer? ¿Cuáles son los límites reales de mis fuerzas y capacidades, cuáles son mis valores y mis talentos, en qué puedo aportar más y de qué manera?

 

– ¿Qué debo hacer? Es decir, el desarrollo de una ética generada desde uno mismo (Luis Cencillo la llamará una ética autógena. No se puede vivir sin una ética, pero una vez más esta ética no puede imponerse desde fuera, sino que habrá que “alumbrarla” mayéuticamente desde dentro. Y para esto el terapeuta tiene que saber, como mínimo, fundamentar una ética y ayudar al paciente a que la realice. A veces no hay que complicarse demasiado y basta con que la persona comprenda que si no tiene el proyecto y la intención firme de ser buena persona, nunca podrá llegará a ser del todo feliz (a no ser que viva anestesiando continuamente);otras veces será necesario un desarrollo más elaborado, según la capacidad y las necesidades de cada persona.

 

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Terapia. Curación por la palabra.

curación por la palabra. Psicología humanistaTerapia. Curación por la palabra.

 

Sufrimos porque estamos desajustados. Sufrimos porque no somos realistas y no sabemos desear con madurez: constantemente nos inventamos (y nos inventan) falsas necesidades, metas tramposas, pseudo-objetivos vitales y existenciales que, una de dos, o son imposibles (y, por tanto, frustrantes) o –peor aún–, se revelan absolutamente frustrantes si se tiene la “suerte” de conseguirlos. Pero cuánto tiempo pasamos, eso sí, fantaseando con ellos (dinero, sexo, belleza…), ¡sólo para hacernos sufrir ante su falta!

 

Sufrimos porque no hacemos lo que debemos, es decir, porque no practicamos el BIEN sino el MAL. Así, directa, simple y claramente. Y cuando hacemos el mal nos vemos obligados a diseñar y a sostener toda una serie de montajes, excusas y mecanismos de defensa (que son los síntomas patológicos) para tratar, en vano, de “escamotear” ante uno mismo y los demás ese mal propio que nos negamos a asumir: nadie puede aceptarse a sí mismo como malvado (a no ser que esté profundamente enfermo).

 

Sufrimos porque nuestra identidad, nuestro sistema de mundo y de valores, y nuestra cosmovisión no son coherentes. Carecer de una filosofía ordenada confunde y desorienta. Pero las “filosofías” de cada uno no están depuradas sino cosidas a retazos, recicladas a golpe de “slogans”, de modas y de vigencias pasajeras, es decir, repletas de contradicciones. Se necesita una forma orgánica y UNITARIA de entender el mundo porque –dice el maestro Cencillo– no se puede obedecer a dos señores; antes o después mandarán cosas opuestas.

 

Sufrimos porque huimos de la Verdad (el juicio propio y solitario en la intimidad radical de la conciencia) y nos dejamos configurar por el prejuicio, por las habladurías, por las modas y vigencias que nacen de intereses espurios de mercado, de empresa o de gobierno (todavía peor) y que nunca (por eso mismo, porque no están diseñados para ello), puede llegar a satisfacer realmente las necesidades psicológicas de nadie.

 

Sufrimos porque estamos siempre PERDIENDO EL TIEMPO EN LO TRIVIAL, enganchados a gratificaciones insustanciales debido a que no tenemos objetivos reales por lo que merezca la pena luchar. Y luego nos quejamos de que nuestras vidas carezcan de sentido.

 

Sufrimos, en fin, porque vivimos en una farsa, en un baile de máscaras hechas de dolor psíquico. En una mentira.

 

El resultado: depresiones, fobias, obsesiones, compulsiones, apegos infantiles, complejos, reacciones desmedidas e irracionales… Que no son más que intentos escapistas para huir de nosotros mismos (vano y doloroso intento). Y lo hacemos porque no nos respetamos (sino, no nos engañaríamos), porque NO NOS TOMAMOS EN SERIO a nosotros mismos ni a nuestro propio destino.

 

Hoy, todo lo serio y sustancial ABURRE (o ASUSTA) y todo lo trivial e insignificante DIVIERTE (pero es una diversión compulsiva y sufriente). Y el entretenimiento vacuo no puede, de ninguna manera, hacer una vida completa. Queremos ser niños viviendo en un algodón de azúcar, en un huevo de seguridad amniótica. Y eso no es realista. Seguimos siendo psíquicamente niños.

 

Pero cuando el proyecto de toda una vida es una NADA nos resentimos en la angustia del vacío. Y nadas son –para que quede claro–: el poder, el dinero, el sexo, los coches, los pisos, etc. Nada de eso satisface DE VERDAD (profundamente y a largo plazo) sino que, al contrario, genera, las más de las veces, enganches y adicciones (deseo incolmable lo llamó Lacan). Sin un proyecto real y humano (no egoísta), sencillamente, no se puede vivir bien.

 

Y precisamente para esto (madurar, superar el sufrimiento y reajustar la personalidad en lo real) es para lo que vale la TERAPIA. “Curarse” es disponer siempre de toda nuestra energía para dinamizarla creativamente en proyectos reales y maduros.

 

Lo difícil es encontrar un buen terapeuta: filántropo, experimentado y libre de escotomas propios. Lo que importa es, por cierto, la calidad personal del terapeuta y no su escuela-feudo. Aunque lo habitual es dejarse engañar por aprovechados y farsantes como, desgraciadamente, lo son la mayoría (esto es signo de los tiempos, ya nadie quiere ser un buen profesional [de lo que sea] sino, como mucho, parecerlo y cobrar por ello, siempre bajo la ley del “mínimo esfuerzo”). Hay que tener cuidado porque el mal terapeuta tratará de engancharnos “regalando nuestros oídos” y eso es reproducir la MENTIRA dolorosa de la que queremos liberarnos. Porque eso, y sólo eso, es lo que enferma: la M E N T I R A.

¿Qué es el Conductismo?

Qué es el conductismo y la psicología conductistaConductismo: la tecnología del comportamiento.

«Dadme a una docena de niños sanos y bien formados y mi propio mundo específico para criarlos, y os garantizo que escogeré uno al azar y lo educaré de manera que se convierta en un especialista en cualquier rama que yo elija (…), cualesquiera que sean sus aptitudes, inclinaciones, propósitos, talento o ascendencia…».

John B. Watson

La psicología contemporánea parece un gallinero donde cada escuela cacarea su ortodoxia, sorda a toda posible aportación de las demás. Pues bien, en las facultades españolas (no así en las de otros países) las escuelas dominantes o, por así decirlo, las “gallinas–reina” son, sin duda, el cognitivismo y el conductismo.

El modelo conductual nace con la publicación del manifiesto conductista del americano J. B. Watson (1913), posteriormente muy ampliado por el también americano B. F. Skinner. Watson intentará situar la psicología como una rama de las ciencias naturales cuyo único objeto de estudio sea la conducta observable. No debemos olvidar que el conductismo se cocina en un contexto brutalmente positivista y mecanicista y bebe de todos los tópicos de la época: asociacionismo, determinismo, atomismo, materialismo… De hecho, aún se nota, en algunos ambientes académicos este tufillo ilustrado. Y se sigue definiendo la psicología, casi unánimemente, como “la ciencia de la conducta”.

Además de la conducta entendida en términos de estímulo del medio y respuesta del organismo, actualmente suele admitirse la existencia de otras instancias teóricas como pueden ser las disposiciones y variables internas del organismo. De aquí, surgirá la “hermana mayor” del conductismo, la psicología cognitiva, que también pretende fundar una ciencia empírica, pero esta vez de los procesos psíquicos que no son directamente observables como pueden ser la atención, la memoria, la motivación, el pensamiento, la emoción… Para un “conductista puro”, el pensamiento y la emoción no serían más que otra forma de comportamiento, que podría actuar perfectamente en el papel de estímulo o respuesta según el caso.

El primer conductismo consideraba que las mismas leyes y mecanismos que gobiernan el aprendizaje animal (condicionamientos), pueden explicar causalmente la totalidad del comportamiento humano. De hecho, la forma típica de investigación en psicología conductista ha venido siendo la experimentación animal: ratas, palomas y gatos resolviendo laberintos o cajas-problema con toda clase de artilugios. De esta manera se hacía posible “medir” la conducta en términos de estímulos y respuestas [paradigma E-R], mensurables numéricamente (por ejemplo: cuantas veces el ratón aprieta una palanca por unidad de tiempo) y luego, Darwin mediante, extrapolarlo a lo humano sin más precauciones. Posteriormente este “darwinismo” se irá corrigiendo, aceptando, al menos, otras dos formas de aprendizaje (casi) exclusivamente humanas: imitación de modelos y seguimiento de instrucciones.

Las aportaciones teóricas fuertes del conductismo son esencialmente dos, el condicionamiento clásico y el condicionamiento operante o instrumental.

El ruso Ivan P. Pavlov (1889), en el contexto de estudios fisiológicos, fue el primero en condicionar una respuesta en un laboratorio experimental. Pavlov consiguió que un perro aprendiera la relación entre dos estímulos, la comida y el chasquido de un metrónomo, que se presentaron juntos varias veces. Así, un estímulo neutro como es el metrónomo que antes no producía respuesta alguna queda asociado a un estímulo incondicionado que sí la producía: la comida; de tal manera que el estímulo neutro (ahora condicionado) de lugar a la respuesta de salivación (que, además, puede medirse perfectamente en centímetros cúbicos de saliva). De este logro de Pavlov acabará surgiendo la noción de condicionamiento clásico, que puede entenderse como un lazo de unión entre dos estímulos (como el metrónomo y la comida) tanto más intenso cuántas más veces se presenten juntos ante un organismo.

En el condicionamiento operante o instrumental (de Thorndike y otros) lo que se aprende es la relación de una conducta con la recompensa –premio o castigo–, que la sigue. Por ejemplo un ratón que aprende a apretar una palanca que le proporciona una ración de comida o que le evita recibir descargas eléctricas en las patas. Un perfecto ejemplo de condicionamiento operante en humanos serían las máquinas tragaperras, que están diseñadas siguiendo la proporción de premios que más rápidamente condiciona la respuesta de juego, es decir la que más engancha.

A pesar de su aparente sencillez, estas son unas técnicas muy poderosas que funcionan (con limitaciones) en el ser humano, que no deja de tener su “parte animal” condicionable. De hecho, cada vez más psicólogos de orientación cognitivo-conductual ayudan a diseñar campañas políticas, empresariales o publicitarias, hasta el punto de que esta rama “práctica” de la psicología –sobre todo los recursos humanos– está fagocitando las especialidades tradicionales de psicología clínica y educativa.

 

El conductista es, en definitiva, un ingeniero del comportamiento, un mecánico de la conducta, humana o animal. Y su teoría recuerda a la de Newton que aunque filosóficamente muy débil, tiene indudable utilidad práctica.

 

Rafael Millán

 

Los horcones: una utopía conductista.

Las ideas conductuales de Skinner pueden elevarse a filosofía de vida como lo demuestra la comunidad mexicana de los horcones. Un grupo que ha decidido organizar su existencia “científicamente” en una comunidad que controla las contingencias estímulo-respuesta del entorno y que constituye toda su convivencia sobre las leyes del conductismo. Aquí, la ciencia de la conducta toma las dimensiones de un auténtico experimento social. Ya Skinner describe una utopía parecida en su novela Walden Two.

www.loshorcones.org.mx

«Enfermedad Mental»

Enfermedad mental”

Sólo podemos hablar de enfermedad mental como metáfora. El sufrimiento psíquico NO es una unidad monolítica que caiga fatalmente sobre uno como una pancreatitis o una úlcera, sino más bien un estado de ánimo enrarecido, un desajuste en la dinámica de los componentes de la personalidad: emociones, afectos, pensamientos, impulsos, deseos, fantasías, etc. Cuando estos elementos, por diferentes causas, se desarticulan, como puede ocurrir en cualquier sistema complejo, hablamos de desestructuración de la personalidad. Por el contrario, cuando actúan armónicamente coordinados en una unidad de acción y decisión coherente estaríamos en el caso de la “salud mental”.

La desarticulación es la que genera una visión del mundo (y una instalación existencial) deformada y subjetiva, adulterada con residuos infantiles y narcisistas, en la que el paciente se constituye a sí mismo como centro. Todo es en su favor o en su contra, sólo ve aliados o enemigos (neurosis). O, aún peor, se vivencia en el epicentro de “importantes conspiraciones” contra él (psicosis). En fin, que se las arregla para fingir un universo perpetuamente referido a él (narcisismo).

Los desajustes se asocian, invariablemente, con una pérdida de la propia identidad: por diferentes motivos, no se acaba de acertar a ser quién uno es (en su edad, situación, vocación, etc.). Por eso se siente un “vacío” que no es más que vacío de sí mismo (pérdida de identidad) y vacío de realidad (se vive en un mundo falso y acolchado de prejuicios, que, por tanto, no llena).

Con ello, claro, se obtienen algunas ventajas secundarias: victimación, atención de los demás, inflación de la propia importancia (aunque sea por “estar enfermo”) y, sobretodo, vivir en un mundo que, al estar falseado o ser irreal, no compromete y en el que se puede culpar a los demás (o a la sociedad o a los padres…) a discreción, sin asumir responsabilidades, es decir, se puede seguir siendo, ficticiamente, un niño. En el fondo, de lo que se huye es de la propia libertad y madurez.

A pesar de la confusión terminológica reinante en las psicologías, trataré de decir algo sobre las dos formas más comunes de desestructuración: neurosis y psicosis, cuya diferencia es, para muchos, sólo una cuestión de grado. Y consideraré otros cuadros (depresión, fobias, paranoia…) como síntomas derivados de aquellas.

Neurosis

Es posiblemente el término más empleado en psicopatología, y lo es porque nadie sabe muy bien lo que significa. Grosso modo, podríamos decir que el neurótico sufre porque no vivencia adecuadamente su realidad afectiva, social o emocional debido a que carece de una identidad clara y viable. No sabe quién es, y, por eso, muchas veces juega a buscarse en los estereotipos sociales que adopta de manera rígida e impostada, pero que son incapaces de satisfacerle, debido a que su deseo es desproporcionado, fantaseado e incolmable. Necesita la aprobación de los demás, que rígidamente prefiere sobre su propio criterio (por eso decimos que carece de identidad definida).

Psicosis

Es otro gran cajón desastre donde cabe todo lo que el “profano” llamaría locura en sentido fuerte. Normalmente se identifica también con el grupo de las esquizofrenias. En la psicosis se sufre una pérdida de identidad aún mayor que en la neurosis. Si el neurótico no sabe quién es, el psicótico va más allá y se cree quién no es (Cristo, Buda, Napoleón…). En la neurosis se tienen “alucinaciones afectivas o emocionales”, pero es en la psicosis cuando llegan las verdaderas alucinaciones perceptivas. Así, el psicótico construye su realidad sobre presupuestos absurdos para los demás. La psicosis es, en definitiva, una huida de un mundo real invivible hacia otro irreal, pero soportable.

Rafael Millán

Asesoría Filosófica (1/3)

Asesoría filosófica con humorMás Sócrates y menos Freud

Por supuesto, el elemento psicológico conformará el grueso de la terapia. Pero ningún proceso quedará bien cerrado sin una fase “filosófica o “humanista” que deje bien orientada a la persona y le dote de las herramientas necesarias para no recaer y para poder llevar una vida libre y autónoma. Es algo así como el último barniz que remata la terapia.

 

En la época clásica, la filosofía y la terapia no estaban tan separadas como en la actualidad. De hecho, pocas fórmulas me parecen más acertadas para definir terapia que la de algunos sofistas griegos:

 

      “Curar los males del alma a través de la palabra”.

 

Pocas fórmulas me parecen más acertadas para definir terapia que la de algunos sofistas griegos: “curar los males del alma a través de la palabra”.

El terapeuta tiene que saber algo de filosofía, sobre todo tiene que manejar el arte de Sócrates, la mayéutica. Mayéutica significa literalmente “alumbrar” (en el sentido de asistencia al parto). El terapeuta debe ayudar a alumbrar lo que está dentro del paciente luchando por salir, debe aliarse con el proceso natural que se está desarrollando sin contaminarlo con su propias concepciones. Digamos que hay que tener limpias las pinzas antes de operar. La mayéutica es el arte de preguntar con neutralidad, sin sugerir la respuesta, sólo ayudando a la persona a ver más claro dentro de sí misma, a ir enfocando su problemática, a alumbrar su propia respuesta.

 

La mayeútica, junto a una actitud filosófica, nos serán útiles, especialmente; para esbozar las respuestas a las preguntas existenciales básicas. La actitud filosófica consiste en no ofrecer ninguna respuesta al paciente, sino en ayudarle a que él mismo encuentre las suyas y, como mucho, señalarle las contradicciones o falacias lógicas, si las hay, en su forma de ver las cosas.

 

Algunas de estas preguntas serán: ¿Quién soy yo? ¿Qué es el mundo?¿Qué puedo hacer?¿Qué debo hacer?¿Cuál es el sentido de mi vida?

 

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Psicología transpersonal

Psicologia transpersonalPsicología Transpersonal.

No hay una única escuela de psicología transpersonal, si no que incluye e integra diferentes enfoques psicológicos y espirituales. Mi formación abarca varias escuelas de psicología y una práctica continuada de espiritualidad en el ámbito de la meditación, los estados alterados de conciencia y el sufismo. Por supuesto, incorporo todo ello en la terapia en la medida en que la persona que viene a verme lo quiera o lo necesite. Además me veo capacitado para tratar problemáticas propiamente transpersonales en mi consulta. Te dejo un artículo antiguo (mucho ya!) que escribí cuando me iniciaba en la Psicología transpersonal.

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Los intentos de conciliar la psicología con la espiritualidad vienen de antiguo. De hecho, esta conciliación no ha sido necesaria hasta que no se ha dado una previa separación y diferenciación de esas dos esferas que en todas las culturas, a excepción del moderno occidente, nunca se han encontrado totalmente disociadas. La psicología transpersonal es una escuela psico-espiritual de orientación claramente humanista, desarrollada sobre todo en California, que nace con la pretensión de reparar esa fractura. En este sentido, suele decirse que es un intento de unificar los modelos descritos por la psicología occidental con las enseñanzas de la espiritualidad oriental (como si en occidente no hubiera espiritualidad o en oriente psicología).

La psicología transpersonal (o integral) propone un “mapa de la conciencia” articulado en estratos, en el que unos niveles absorben dialécticamente a otros en un continuo de complejidad creciente. El ser humano es un compuesto de cuerpo, mente, alma y espíritu, siempre deslocalizado entre lo individual y lo colectivo, entre lo egoísta y lo altruista, entre lo consciente y lo inconsciente (o supraconsciente)… El hombre es la síntesis de todas las tensiones en una escalada evolutiva que va de lo inorgánico a lo orgánico, del cuerpo a la mente y de ésta hacia el espíritu.

Así pueden reconciliarse las distintas corrientes, casi trincheras, psicológicas en una visión más completa que articule todas las dimensiones conocidas del ser humano (las descritas por el psicoanálisis, las psicologías existenciales, cognitivas…). Pero esto es tan sólo la primera etapa del camino, la mitad “personal” del viaje de la conciencia, por decirlo así.

Igualmente intentan integrar las diferentes visiones espirituales o “transpersonales”, siguiendo el esquema de la llamada filosofía perenne, que postula un núcleo duro (esotérico) semejante en las distintas religiones. Según estos autores, aunque las espiritualidades tengan diversos modos de expresión (dependientes de época y cultura), están diciendo esencialmente lo mismo, como una misma obra traducida a varios idiomas, una especie de sabiduría universal.

Así, desde una visión global que incluya el ser humano completo (cuerpo, mente, espíritu), se ha llegado a sugerir (Ken Wilber) que podrían entrenarse una especie de “terapeutas de cabecera” que envíen al paciente al gimnasio, al centro de yoga, al psicoterapeuta o al maestro zen, según los niveles (biológico, psicológico, espiritual…) concretos que se necesite trabajar en cada caso.

Uno de los principales problemas teóricos de este corriente es que debido a la cantidad y diversidad de enfoques que pretende integrar, parece que, en ocasiones, se ensamblen con calzador, a veces, caricaturizando o desnatularizando densas corrientes de pensamiento (psicológico, filosófico o espiritual) para que encajen con el “modelo integral”.

En la práctica, uno de los métodos preferidos de la psicología transpersonal es la alteración de la conciencia (Stanislav Grof), buscando estados interiores, en los que sea más fácil localizar los conflictos y resolverlos vivencialmente, movilizando toda la energía psíquica que estos estados, casi místicos, generan. Y que se inducen a través de sustancias, bailes, meditación, recitación de mantras, ejercicios de respiración, etc.

Si bien los estados alterados son una perfecta plataforma terapéutica, también hay que decir que abren la caja de Pandora del inconsciente. Y manejar a los demonios, una vez que se han despertado siempre es peligroso, especialmente en contextos tan precarios como talleres de fin de semana o cursillos breves (y con precios casi imposibles).

Otro obstáculo es que hemos perdido el marco antropológico apropiado, el contexto en el que estas prácticas son adecuadas y tienen sentido. El injerto de una técnica oriental (o chamánica) en el mundo occidental es más que problemático y en muchos cenáculos transpersonales se habla igual de chakras, complejo de Edipo, el ángel interior o psicologías cognitivas, y se cita a San Juan, a Freud o a Krishnamurti. Todo es “integrable”. Este panorama tiende a generar espiritualidades baratas, a lo new age.

A mi juicio, habría que unir lo crítico a lo transpersonal, en una psicología verdaderamente integral y más modesta, sin pretensiones de totalidad. En este sentido, lo más interesante de la psicología transpersonal es su intento por rescatar las dimensiones profundas de la existencia, olvidadas desde hace tiempo en occidente para situarlas en un continuo ontológico (la gran cadena del ser) que ofrezca una visión de conjunto sin negar ninguna de las casi infinitas dimensiones de esa densa realidad que es el ser humano.

 

Rafael Millán

 

Bibliografía recomendada.

– La psicología del futuro, Stanislav Grof. Ed. Liebre de Marzo, 2002.

– Sexo, ecología, espiritualidad, Ken Wilber. Ed. Gaia, 1995.